Vivimos en una sociedad altamente
competitiva en la que parece que nada es suficiente y tenemos la sensación de
que si no nos ponemos las pilas, nos quedaremos rápidamente atrás, siendo
barridos por los nuevos adelantos.
Por eso, no es extraño que en las
últimas décadas muchos padres hayan asumido un modelo de educación sustentado
en la hiperpaternidad. Se trata de padres que desean
que sus hijos estén preparados para la vida, pero no en el sentido más amplio
del término sino en el más restringido: quieren que sus hijos tengan los
conocimientos y las habilidades necesarias para hacerse de una buena profesión,
obtener un buen trabajo y ganar lo suficiente.
Estos padres se han planteado una meta:
quieren que sus hijos sean los mejores. Para lograrlo, no dudan en apuntarles
en disímiles actividades extraescolares, allanarles el camino hasta límites
inverosímiles y, por supuesto, empujarles al éxito a cualquier costo. Y lo peor
de todo es que creen que lo hacen "por su bien".
El principal problema de este modelo
educativo es que añade una presión innecesaria sobre los pequeños, una presión
que termina arrebatándoles su infancia y crea a adultos emocionalmente rotos.
Los peligros de empujar a los
niños al éxito
Bajo presión, la mayoría de los niños
son obedientes y pueden llegar a alcanzar los resultados que sus padres les
piden pero, a la larga, de esta forma solo se consigue limitar su pensamiento
autónomo y las habilidades que le pueden conducir al éxito real. Si no le damos
espacio y libertad para encontrar su propio camino porque le colmamos de
expectativas, el niño no podrá tomar sus propias decisiones, experimentar y
desarrollar su identidad.
Por eso, pretender que los niños sean
los mejores encierra graves peligros:
- Genera una presión innecesaria que les
arrebata su infancia. La infancia es un periodo de aprendizaje, pero también
de alegría y diversión. Los niños deben aprender de manera divertida, deben
equivocarse, perder el tiempo, dejar volar su imaginación y pasar tiempo con
otros niños. Esperar que los niños sean “los mejores” en determinado campo,
poniendo sobre ellos expectativas demasiado elevadas, solo hará que sus
frágiles rodillas se dobleguen ante el peso de una presión que no necesitan. Esta
forma de educar termina arrebatándoles su infancia.
- Provoca una pérdida de la motivación
intrínseca y el placer. Cuando los padres se centran más en los
resultados que en el esfuerzo, el niño perderá la motivación intrínseca porque
comprenderá que cuenta más el resultado que el camino que ha seguido. Por
tanto, aumentan las probabilidades de que cometa fraude en el colegio, por
ejemplo, ya que no es tan importante lo que aprenda como la nota que consiga.
De la misma manera, al centrarse en los resultados, pierde el interés por el
camino, y deja de disfrutarlo.
- Planta la semilla del miedo al
fracaso. El miedo al fracaso es una de las sensaciones más limitantes que podemos
experimentar. Y esta sensación está íntimamente vinculada con la concepción que
tengamos sobre el éxito. Por tanto, empujar a los niños desde temprano al éxito
a menudo solo sirve para plantar en ellos la semilla del miedo al fracaso. Como consecuencia, es
probable que estos pequeños no se conviertan en adultos independientes y
emprendedores, como quieren sus padres, sino que sean personas que apuesten por
lo seguro y acepten la mediocridad solo porque tienen miedo a fracasar.
- Genera una pérdida de autoestima. Muchas de las personas
más exitosas, profesionalmente hablando, no son seguras de sí. De hecho, muchas
supermodelos, por ejemplo, han confesado que creen que son feas o están gordas,
cuando en realidad son iconos de belleza. Esto sucede porque el nivel de
perfeccionismo al que siempre han estado sometidas les hace creer que nunca
será suficiente y que basta el más mínimo error para que los demás las
desprecien. Los niños que crecen con esta idea se convierten en adultos inseguros,
con una baja autoestima, que creen que no son lo suficientemente buenos como
para ser amados. Como resultado, viven pendientes de las opiniones de los
demás.
¿Qué debe saber realmente un
niño?
Los niños no necesitan ser los mejores,
solo necesitan ser felices. Por eso, solo debes cerciorarte de que tu hijo
sepa:
- Que es amado, de forma incondicional y
en todo momento, sin importar los errores que cometa.
- Que está a salvo, que le protegerás y
apoyarás siempre que puedas.
- Que puede hacer el tonto, perder el
tiempo fantaseando y jugar con sus amigos.
- Que puede elegir lo que más le gusta y
dedicarse a esa pasión, sin importar de qué se trate. Que puede pasar su tiempo
libre haciendo collares de flores o pintando gatos con seis patas si es lo que
le apetece, en vez de practicar la fonética o el cálculo.
- Que es una persona especial y
maravillosa, al igual que muchas otras personas en el mundo.
- Que merece respeto y que debe respetar
los derechos de los demás.
¿Y qué no deben olvidar los
padres?
También es fundamental que los padres sepan:
- Que cada niño aprende a su propio
ritmo, y que no deben confundir la estimulación que desarrolla con la presión
que agobia.
- Que el factor que más influye en el
rendimiento académico infantil es que los padres les lean a sus hijos, que les
dediquen un rato cada noche para cultivar juntos esa pasión por la lectura, no
las escuelas carísimas o los juguetes hípertecnologicos.
- Que el niño que mejores calificaciones
saca casi nunca es el pequeño más feliz porque la felicidad no se mide en esos
términos.
- Que los niños no necesitan más
juguetes sino una vida más sencilla y despreocupada, así como más tiempo con
los padres.
- Que los niños merecen la libertad para
explorar todo y decidir por ellos mismos que les gusta y les hace felices.
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